Pliego suelto I – Raúl Rojas

I

Antes tenía buen humor, ahora soy mamón. Hace unos días fui a comprar una cera de árnica para ponerla en un tobillo. Le pregunté a la jovencita si tenían el árnica en esa presentación, ella le preguntó al dueño de la tienda, que se acercó desde el fondo del local para decirme que tenía en pomada y gel, pero no en cera. Justo la quiero en cera, es la que me recomendaron. Esa es para la noche, me dijo. Ah, fíjese, y yo que la quería para el tobillo, le dije sonriendo, con total buen humor. La jovencita sonrió, pero el señor se quedó serio. Me refiero a que es para la noche, me lo recalcó. Ya mamón, le contesté, ah, se refiere a que se usa durante la noche. Bueno, sí, durante la noche. Pues a seguirla buscando. Después le agradecí a ambos y me salí de ahí. Quizá ya no tengo edad para hacer esas bromas.

La que estaba invicta hasta hace unas semanas era la que había dicho muchas veces cuando me preguntaban: ¿se le ofrece algo más? y yo respondía: sí, un cincuenta por ciento de descuento, si se puede. Sin excepción a todos les causaba gracia y sonreían. Esta vez se la dije a una muchacha en una carnicería. Ella es vecina de la colonia desde hace mucho; la recuerdo desde que ella tenía menos de veinte años, ahora debe tener un poco más de treinta. Nunca nos hemos saludado durante todo ese tiempo, a diferencia del montón de vecinos de la colonia y las de alrededor que, aunque no me sé el nombre de todos, siempre que nos vemos nos saludamos con el “qué tal” o el “buen día”. Pero con ella falló. Me preguntó: ¿estás tratando de coquetearme? Estoy tratando de pedir un descuento, respondí de inmediato. ¿Entonces es todo? Sí, le dije y me fui a pagar. La cajera, otra muchacha más o menos de la misma edad que mi vecina, me preguntó si me hacía falta algo y yo quise probar de nuevo: sí, le comenté a su compañera que me faltaba un descuento del cincuenta por ciento, pero creo que no se puede. Ella sí soltó una carcajada… estaría bien, ¿verdad? Sí, pero ya sé que no se puede. Le dijo a su compañera, a mi vecina, que pusiera en una bolsa de tela mi pedido. Son quince pesos. No, dásela, dijo la cajera. No es nada por la bolsa, me dijo. Muchas gracias, le dije a cada una y me salí, un poco menos mamón de lo que creía. Pero sentí que mi vecina se quedó incómoda conmigo.

Hoy, con todo y el tobillo un poco lastimado, salí a correr al parque como todos los días. Doy las vueltas en sentido contrario al de las manecillas del reloj porque la mitad del recorrido me da la sombra de los árboles de frente y el resto me da el sol en la espalda. Mi vecina también corre en ese mismo parque con su mamá y su hermana menor, también corren en la misma dirección que yo. Corro mucho más rápido que su mamá, un poco más rápido que su hermana, pero más lento que ella. Dio una vuelta como siempre; pero después cambió de sentido y me la fui encontrando una vez en la sombra y otra vez en el sol. Cuando corro voy concentrado en los pasos, voy escuchando a los pájaros y también me entretengo viendo las ramas y las hojas de los árboles. Cuando nos topamos de frente en el lado del sol noté que me miraba y cuando pasaba a mi lado volteaba a verme. Intuí que me quería decir algo. En el lado de la sombra también pasó lo mismo; pero yo no la miré, seguí en lo mío. Para la siguiente vez en el sol la vi desde bastantes metros que me buscaba con la mirada; entonces, cuando estábamos a pocos metros, la miré a los ojos. Me sonrió, como ese “buen día” tan habitual en los vecinos de los que no conozco su nombre. «¿Estás tratando de coquetearme?», le pregunté.

«No», me dijo del lado de la sombra.


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